Las cosas, a medida que eran necesarias, desaparecían temporalmente. No era la primera vez que le pasaba, pero solía atribuir ese tipo de fenómenos a cuestiones relacionadas con eso que llamamos casualidad, con una liviandad cotidiana de oficinista yendo a almorzar. El hecho es que dejaba pasar esos detalles y no asumía ningún tipo de relación entre ellos. Tampoco pensaba en cómo estas pequeñas situaciones operaban sobre ella, con la intención de develarla atrapada por una serie de convenciones universales creadas por seres de su misma especie.
Una noche, mientras trataba de volver a su casa luego de una jornada que combinó obligaciones, lluvia, ensayo, comida, película y chocolates, las posibilidades de transporte se fueron desvaneciendo en las calles vacías de Buenos Aires. Como era usual, un amigo la acompañó a esperar el colectivo hasta la calle Sarmiento. Mientras esperaban, conversaban sobre lo absurdo de las piezas teatrales que se definen como tales, cuando a la vez son una burla a la realidad que suele ser más absurda aún. Juegos de palabras, métricas que usamos para definir límites y distancias, lenguajes creados que asumimos como lógicos porque son los que nos enseñaron como necesarios para movernos en este mundo. Y pasaban colectivos, menos el de ella. Los números parecían burlarse desde la etiqueta frontal. Cada número tiene asignado un recorrido, y por consecuencia nos vamos asignado alguno de ellos según nuestra ubicación en el mapa. Ellos saben que va a pasar por ahí porque siempre lo hace, pero no conocen muchos detalles al respecto. Esa noche, el número asignado no pasó durante 40 minutos. La métrica temporal media estipulada no contempla períodos tan amplios de espera. Lo cierto es que no hay forma de saber si el número asignado va a llegar realmente, como lo hace hasta que deja de hacerlo.
(Algunas horas más tarde, ella recordará aquellos días en los que el 93 dejó de realizar su recorrido asignado, y un día, siempre sin dar aviso previo, reapareció en las calles.)
Esa noche, el 124 que pasa por Sarmiento no llegó. Pasaron taxis, autos, bicicletas, motos, personas, un patrullero con las luces apagadas y otro montón de colectivos innecesarios. En ese tiempo, ella podría haber llegado a su casa caminando. De saber que lo necesario iba a desaparecer, podría haber tomado en cuenta esa opción.
La plata que tenía en su bolsillo no alcanzaba para viajar el taxi. En busca de resolver la situación, el amigo se aventura a buscar dinero (que creyó innecesario al salir de su casa) y así generó esta suerte de trilogía: debían esperar un taxi. Habían visto pasar muchos, pero cuando lo necesitaron empezaron a dudar. Se pararon en otra esquina, que en pocos minutos se tornó desierta. Un taxi se aproximó, con la luz de su cartel que indica disponibilidad, apagada. Hasta ese momento, por convención, los dos saben que ese tipo de transporte utiliza un pequeño cartel luminoso que indica que está “libre”, por lo tanto, disponible para transportar pasajeros. Una dosis de desconfianza, un chofer fuera de la convención y el clásico miedo de gran ciudad, hicieron que ellos desestimen la posibilidad de tomar ese taxi. Otra vez, la calle desierta. A lo lejos se ven pasar colectivos, ella prefiere no chequear si el suyo había decido acercarse ahora que ya no lo necesitaba.
Pasaron algunos minutos hasta que vieron esa prometedora luz roja, que paradójicamente indica disponibilidad cuando el rojo, en la mayoría de las señalizaciones que nos rodean, nos remite a prohibiciones, detención, no pasar y completo, entre otros. Pero a pesar de que hicieron la seña establecida para detenerlo, siguió de largo sin siquiera atinar a bajar la velocidad de su marcha. Otra vez, la calle quedó desierta.
Mientras el se disponía a contarle el final de una película que ella no vio, apareció un taxi con su cartel correspondiente encendido que respondió a la llamada. Ella su subió, viajó escuchando los tangos que sonaban dentro del auto y en diez minutos ya estaba en su casa. El cosmos parecía acomodarse, aunque no sabe por cuanto tiempo.
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