miércoles, 24 de agosto de 2011

Me pasa que me puedo despojar de muchas cosas, incluso del juicio del ojo ajeno en miles de situaciones, pero cuando me siento a escribir los dedos se me enredan buscando combinar letras y frases que resulten interesantes para un lector potencial que nunca deja de ser potencial porque nada conforma a esta cabecita que dispara ideas para todos lados pero que nunca llegan un lápiz o teclado. Le echaría la culpa a mis años de periodista sin ganas, épocas en las que escribía con un tono que apenas podía soportar. Pero ya no hay editores, ni sumarios ridículos, sólo fantasmas pelotudos que viven en mi cerebro. Me falta terminar de bajar esa idea de que no escribo para gustar, escribo porque me da ganas.

No existe el placer hasta que no metes al egoísmo de la autocompasión en un taxi y lo dejas paseando hasta que se pierde entre las calles cósmicas del infinito.

“Bienaventurados quienes saben das sin recordarlo, y recibir sin olvidarlo”, dice este pequeño manuscrito que cita a un tal San Agustín.

El foco hoy no está en revolverme las tripas buscándome sentido solo desde acá. Esta casa, esta mesa, esta cocina. Estos ambientes saben que alguien llega para despertarte, y no se olvida el paso de un ángel. Te pasa la posta, te alcanza la banderita para que siga pululando de mano en mano. No hay cursilería cuando se es libre, sólo poesía cruda sin frases erradas. Crudos y sin tratamiento previo, somos mas ricos.

(Esto de la libertad implica bajarse una botella de cerveza viendo la repetición del programa de la canosa)